Cuanto más leo sobre el calentamiento global del planeta, más agobiado me siento. Me angustia comprobar que cada nuevo dato que se conoce es más preocupante que el anterior. Así, la concentración atmosférica de dióxido de carbono (CO2) ha pasado de 400,31 partes por millón (ppm) en febrero de 2015 a 404,16 ppm en febrero de 2016, según el laboratorio de referencia de Mauna Loa, en Hawaii. Ya estamos, pues, claramente instalados por encima de las 400 ppm. En el inicio de la era industrial esta concentración era de 280 ppm.
Los científicos han concluido que el límite máximo seguro de CO2 en la atmósfera es de 350 ppm, pero ese nivel ya se alcanzó en 1988, es decir, desde esa fecha ya podemos decir que estamos generando cambio climático. El aumento sigue una pauta exponencial y, de seguir así, llegaremos en relativamente pocos años a tener una concentración de 450 ppm, cifra que va vinculada a un aumento de 2ºC de las temperaturas medias mundiales y esto, a su vez, a un cambio climático descontrolado e irreversible de consecuencias catastróficas. Los 15 años transcurridos desde el año 2000 están entre los 16 más calurosos desde que se comenzaron a tomar registros globales en 1880. No es sorprendente, por tanto, que la temperatura media global en 2015 haya sido la más alta registrada desde la era preindustrial: ya se ha sobrepasado el umbral de 1ºC de incremento.
Conociendo las graves consecuencias económicas, sociales y medioambientales que podría llegar a tener en un futuro cercano el cambio climático, que ya padecemos, y aunque sé que hay muchas personas y entidades movilizándose para cambiar las cosas, me agobia ver que sigue habiendo una gran indiferencia general ante este problema entre una gran parte de los responsables políticos y también entre ciertos sectores de la ciudadanía. Es más, aún hay gente que lo ve de forma positiva porque se cree que el cambio climático sólo va a suponer que tengamos “más sol” o “buen tiempo” durante más meses. Irresponsables los primeros e ilusos los segundos.
La acumulación de noticias en las últimas semanas sobre el descongelamiento del permafrost, no ha hecho más que agravar mi nivel de preocupación. ‘Permafrost’ es el nombre que se da a los suelos permanentemente congelados. Este tipo de suelos se encuentra en latitudes elevadas, como las regiones polares del Ártico, la Antártida y circumpolares, y también puede darse en zonas montañosas de altura considerable o en cualquier lugar en donde el clima sea frío. Aproximadamente un 20% de la superficie de la Tierra es permafrost congelado.
La peculiaridad del permafrost es que encierra grandes cantidades de carbono que quedó atrapado cuando los suelos se congelaron a principios de la última glaciación. A medida que el permafrost se derrite, el carbón atrapado, en lo que antaño fuera un suelo congelado, es liberado en forma de metano (CH4), que es un potente gas de efecto invernadero, con un potencial de calentamiento global equivalente a 21 veces el del CO2. Así, el metano liberado hacia la atmósfera genera calentamiento global y más derretimiento del permafrost, en un endiablado proceso de retroalimentación positiva. Es por esto que cuando el permafrost se derrite se acelera el calentamiento global del planeta.
La desaparición del permafrost es ya un hecho probado en el Ártico. Diversos estudios de la NASA, entre otros organismos, lo han demostrado fehacientemente. Se calcula que el permafrost del Ártico encierra entre 1,4 y 1,85 billones de toneladas métricas de carbono orgánico, lo que equivale al 50% del total de carbono orgánico almacenado en los suelos de la Tierra. La mayor parte del carbono del permafrost ártico se encuentra situado a una profundidad de 3 metro, por lo que es muy vulnerable al efecto del deshielo. Según los estudios de la NASA, en el Ártico el permafrost se está calentando más rápidamente que la temperatura del aire (entre 1,5 y 2,5 ºC en las últimas tres décadas).
Por otro lado, investigadores del Norwegian Institute for Air Research (NILU) han revelado, a principios de este mes, que los niveles de gas metano en el Ártico están incrementándose rápidamente, por encima incluso de lo esperado, según han detectado en estaciones de medida en Svalbard y al sur de Noruega.
Pero el fenómeno no es exclusivo de las zonas de latitud elevada, también existe permafrost en zonas montañosas. En el caso de la península ibérica, en las cumbres más altas de los Pirineos y Sierra Nevada. Pues bien, un estudio científico, realizado por expertos de la Universidad de Barcelona ha revelado ya la desaparición del permafrost en los picos más altos de Sierra Nevada (Granada).
Hasta ahora se consideraba que el 40% del metano que se liberaba a la atmósfera procedía de fuentes naturales y un 60% de fuentes de origen antropogénico pero esto está cambiando por culpa del derretimiento de los polos y de los glaciares y de la consiguiente pérdida del permafrost. ¿Qué ocurrirá si la enorme cantidad de carbono encerrado en la capa de permafrost en el Ártico, en Siberia y en América del Norte se libera como metano a causa de un cambio climático cada vez más acelerado por culpa de ese mecanismo de retroalimentación positiva? Da miedo pensarlo.
Este tipo de fenómenos, naturales pero provocados por nuestra insensatez, tienen una dinámica en la que es prácticamente imposible influir, al menos de forma directa. Sin embargo, sí está en nuestras manos cambiar nuestro actual modelo energético, principal causa del calentamiento global del planeta y pasar a un sistema eficiente, 100% renovable y libre de combustibles fósiles. Como lo está también el evitar la deforestación y eliminar o transformar otras actividades humanas que agravan el cambio climático. En todas estas cuestiones, querer es poder. Depende sólo de nosotros.